"...recorrer una parte del camino no significa equivocarse de camino..."
J. Gaarder. El mundo de Sofía."Lo que queda son juicios estéticos, juicios de valor, prejuicios metafísicos, anhelos religiosos;
en resumen, lo que queda son nuestros deseos subjetivos."
P. Feyerabend. Tratado contra el método.
A finales de los años 40, un joven licenciado en física teórica, Thomas Kuhn, leía por primera vez los tratados de física aristotélica con el fin de preparar un curso para no-científicos sobre el desarrollo histórico de la mecánica. Su pretensión era la de saber hasta dónde había llegado el filósofo macedonio. La primera conclusión fue, en principio, rotunda: Aristóteles no sabía nada de mecánica y además, como físico, dejaba bastante que desear. Sin embargo, no muy contento con sus conclusiones, comenzó a repensar en su obra. Se trataba de un filósofo muy admirado en la antigüedad como codificador de la lógica, campo en el que había desempeñado un papel semejante al de Euclides en la geometría durante casi dos mil años. Como naturalista fue un observador extraordinariamente agudo y había proporcionado los modelos fundamentales empleados por la biología de los siglos XVI y XVII. ¿Cómo era posible que su talento le abandonara cuando pasó al estudio del movimiento y de la mecánica?¿Por qué sus estudios de física habían sido tomados tan seriamente durante siglos después de su muerte? Quizá sus palabras no habían significado lo mismo en el mundo prenewtoniano que en el actual. Meditando, Kuhn miraba por la ventana. Repentinamente, la física aristotélica se ordenó en su mente y Aristóteles surgió como un físico realmente bueno. Ahora comprendía lo que había dicho. Para entender al macedonio, Kuhn pensó la física a la luz de los conocimientos del siglo IV a.C., o lo que más tarde llamaría un un paradigma conceptual diferente. De esta forma, no sólo las explicaciones resultaban coherentes, eran brillantes. Kuhn había encontrado sin pretenderlo una explicación al cambio en la ciencia que ha marcado el desarrollo de la epistemología en los últimos cincuenta años. Siguiendo a este autor, las teorías científicas sólo son coherentes cuando son encuadradas en su momento histórico y, al examinarlas desde dentro, con los ojos del pensador que las concebía y a la luz de sus conocimientos y nos olvidamos de las teorías posteriores que las falsan. En este mismo momento pasamos del papel de críticos al de defensores. En ocasiones este ejercicio es complicado y tachamos de absurdas teorías que en su momento parecían verdaderas e inmutables.
En este contexto es en el que quiero centrar mi exposición, que será fundamentalmente teórica y, hasta cierto punto, filosófica. Para los que estamos acostumbrados a realizar un trabajo eminentemente práctico como es el de la restauración documental, el planteamiento de las cuestiones teóricas puede parecernos algo tangencial y prescindible, por no decir que se trata de un ejercicio fatuo, pero como intentaré demostrar, teoría y práctica van indisolublemente unidas. La realidad -en este caso la práctica de la conservación- viene condicionada por la forma en la que es percibida y, por tanto, resulta improcedente en cualquier examen riguroso soslayar la base ideológica que sirve de intérprete de "los datos en bruto" o, en palabras de Popper, del "conocimiento objetivo".
Este artículo viene dividido en dos partes, una histórica y otra más filosófica. En la primera trataré de demostrar la estrecha subordinación de las políticas de conservación y sus criterios de acción a exigencias políticas y económicas. Dado que las ideas son hijas de su momento, he considerado necesario analizar el contexto histórico y político en el que se desarrolló la conservación de bienes culturales. En la segunda parte trataré de realizar una desmitificación de la restauración como ciencia, para pasar a explicar por qué es necesario crear un nuevo marco de trabajo más acorde con las necesidades que plantea la sociedad actual.
La historiografía tradicional de la conservación tiene un carácter lineal y se basa en la descripción, a lo largo de las diferentes épocas, de aspectos meramente funcionales en los que se insertan, como por arte de magia, las primeras teorías filosóficas al llegar al siglo XIX. Esta historiografía tiene un marcado carácter historicista y egocéntrico, poniendo de relieve aquellos aspectos que concuerdan con nuestro concepto de correcta conservación o correcta restauración y denosta o menosprecia directa o indirectamente aquello que no encaja con la ortodoxia actual. Esta crítica es éticamente reprobable, al dar por hecho que nuestros criterios actuales son correctos para siempre, e inexacta al plantear la cuestión en términos fixistas, es decir, juzgando las reparaciones medievales o romanas con términos que serían creados siglos más tarde, fruto de técnicas y materiales nuevos y, sobre todo, de una sensibilidad y una coyuntura histórico-cultural diferente.
La técnica debe ser separada de las ideas. De esta forma podemos establecer una historiografía diferente. A mi modo de ver, el proceso no se ha desarrollado de forma progresiva, es decir, desde toscas reparaciones hacia una mayor perfección en el trabajo, sino que existen dos líneas evolutivas -que en ocasiones se tocan- en la metateoría "necesidad de preservar elementos culturales trascendentes". De esta forma, el esquema de transformación sería más semejante a la imagen de una autopista con varios carriles que a la de una vía de un solo sentido. Las dos líneas habrían coexistido durante milenios, pero la ascensión de la sociedad burguesa a las esferas de poder económico, cultural y político a principios del siglo XIX produjo el reconocimiento de la que más se ajustaba a sus necesidades en detrimento de la otra.
La primera línea es la más dilatada en el tiempo. Arranca con los primeros intentos de codificación del pensamento abstracto en el Paleolítico Superior y llega, algo debilitada, a la actualidad. La denominaré reutilización no ortodoxa y su importancia radica en que ha sido el marco conceptual dentro del que se han realizado la mayor parte de las intervenciones restauradoras a lo largo de la historia.
El hombre prehistórico realizó repintes de las figuras de las cavernas, las borró o las ignoró en un proceso de reinterpretación del que no tenemos gran idea que algunas conjeturas aventuradas por paralelismo a formas primitivas actuales. Numerosos edificios han sido readaptados o rehabilitados como es el caso del Panteón de Roma, la Mezquita de Córdoba o la Ermita del Dolmen de Cangas de Onís (Asturias, España). Las modificaciones suponen la adaptación de un lugar dotado de trascendencia religiosa por cuestiones de sincretismo religioso. Tallas renacentistas y barrocas son habitualmente maquilladas, revestidas y pintadas ocultando los valores originales de los artistas que les dieron forma para adaptarlas al gusto y a la devoción popular de cada momento. Todas estas intervenciones pueden considerarse restauraciones al mantener la idea original para la que fueron concebidas, es decir, establecer y estrechar una relación religioso afectiva. Los artífices que realizan las intervenciones participan de la unión mística con el objeto y, con mayor o menor habilidad tratan de mantener su funcionalidad física y espiritual, disimulando u ocultando el daño. Carecen de base teórica y de metodologías preestablecidas, no les importa cómo se restaure si su acción supone salvaguardar lazos afectivos irracionales.
Duramente atacadas por los restauradores que siguen la visión occidental, las reutilizaciones no ortodoxas han sido calificadas de restauraciones "toscas" o "tentativas" y son asimiladas a "restauraciones chapuzas". Sin embargo, responden a un concepto diferente del valor cultural del objeto al que ahora poseemos. En él, son perfectamente coherentes. No interesa la obra original, a la que modifican y actualizan en sus valores estéticos o religiosos y no se duda ante la posibilidad de destruir otras obras -que para nosotros podrían tienen un valor artístico o material superior incluso las que deben ser reparadas- con el fin de remendar las primeras.
Tanto los materiales, en ocasiones de escasa permanencia, como los criterios, poco dogmáticos desde el paradigma actual, han servido para basar el ataque que la restauración ortodoxa ha realizado a los reutilizadores espirituales. Sin embargo, pocas veces se han tenido en cuenta los valores en los que realmente se mueven. Existen ejemplos interesantes en el mundo de la conservación de materiales etnológicos. Los arpones de ballenas de los indios Makah tienen un enorme valor religioso que pierden al ser tocados por una mujer. ¿Cuantos de estos arpones han sido tocados por restauradoras que les han devuelto sus valores estéticos originales?. Sin duda muchos, pero todos han perdido su valor espiritual, puesto que ya carecen de magia. Por ello considero la intromisión de los valores culturales occidentales en su recuperación como moralmente inaceptable y su restauración, sacrílega. Al rebasar cuestiones meramente materiales, las transformaciones históricas deben permanecer inalteradas. Lo contrario sería falsear su presente y su historial de readaptación.
Existe un segundo paradigma en conservación, reconocido oficialmente, al que yo denomino restauración ortodoxa o empírica y, otros, con gran bombo, científica. Ligado en su origen al coleccionismo, su codificación no fue realizada hasta el siglo XIX. Para diferenciarlo del anterior diremos que es un esquema mental en el que predominan los valores puramente materiales del objeto, es decir, más la conservación del aspecto original, o mejor dicho, lo que el restaurador interpreta, que la preservación de la información de los valores históricos añadidos.
Todas las civilizaciones han mostrado una cierta sensibilidad hacia su pasado. Este interés históricamente había estado reducido a los estrechos círculos del poder, que imponía sus juicios estéticos manipulando la creación artística y ejerciendo una influencia totalizadora. Como señala acertadamente Marx, la elaboración del arte depende del consumo, sólo costeable por un público de fuerte poder adquisitivo y, por tanto, el valor estético o cultural queda subordinado al económico. La colaboración semiincosciente del sector culto no comprador de obras eleva su prestigio social emitiendo juicios o gustos reconocidos y proporciona a las élites el placer de ser los únicos consumidores de arte. La cultura anterior al XIX era marcadamente elitista y por lo general era inaccesible o incomprensible para un pueblo escasamente instruído. Sacerdotes egipcios, patricios romanos, iglesia medieval, nobleza renacentista o burguesías contemporáneas han dirigido la historia del arte, del gusto y de la moda con sus intereses artísticos que, por lo general, poco o nada tenían que ver con el arte. De esta forma, al emprender la restauración de sus objetos artísticos -desde un edificio a una obra de orfebrería-, no pretendían recuperar los valores estéticos o simbólicos originales, sino una simple revalorización material de un objeto en mal estado. Este aspecto fundamental es el que las diferencia de las reutilizaciones no ortodoxas y, por tanto no deben confundirse con ellas.
Sin embargo, a partir de la ascensión de la burguesía a las esferas de poder en el siglo pasado, se producen cambios políticos y económicos de primera importancia que modificarán la actitud de los poseedores del arte --estado y estamentos económicamente solventes-- e implicarán la entrada de las clases menos favorecidas en el mundo de la cultura. La revolución industrial y en especial su segunda fase, supuso el cambio más importante registrado por la humanidad desde el Neolítico y tuvo implicaciones que, directa o indirectamente afectaron a todos los aspectos de la vida. Centrada en el progreso científico y en la introducción de nuevos materiales, facilitó el enriquecimiento cultural de todas las clases sociales y la propagación de principios científicos y culturales gracias a nuevas técnicas de impresión. Aumentó el interés de las diferentes clases sociales, incluídos obreros y campesinos por la educación. Los conceptos científicos fueron divulgados por la prensa, los semanarios y revistas, la filosofía cedió el paso a la tecnología y el pueblo creyó posible una organización progresiva, racional y armónica del mundo por la sola y maravillosa intervención de la ciencia. En este siglo surgieron ciencias con campos de acción claramente definidos y métodos propios de trabajo, se formularon sus leyes o pretendieron formularlas, aún las que siempre habían sido especulativas e intentaron asimilar todo conocimiento científico nuevo a la normativa de la física. Entre estas nuevas "ciencias" se encontrará la conservación de bienes culturales..
Paralelo al renacer cultural, surge un nuevo sentimiento político. Las pequeñas naciones del XIX como Bélgica o Serbia y sobre todo las italianas y alemanas, rastrearon en lo más profundo de su historia raíces que les permitieran exhibir con orgullo sus orígenes ancestrales, llegando a considerar esta búsqueda como un verdadero programa político. Mientras, los grandes imperios europeos trataban de mantener su estatus privilegiado utilizando el pasado como instrumento eficaz para aplastar las veleidades nacionalistas. Ya sea por parte de éstos o de los primeros, se produce un acercamiento a lo antiguo. Se vuelve con mirada nostálgica al medievo, y se procede a la recuperación de edificios emblemáticos y de las tradiciones folklóricas y literarias en lenguas vernáculas. El sentimiento nacionalista, uno de los ejes fundamentales para conocer el desarrollo histórico del XIX llevó, por tanto, a la recuperación del pasado como necesidad de afirmación popular.
Los trabajos de Viollet-le-Duc, arquitecto y crítico de arte francés y primer gran teórico de la restauración, son claro ejemplo de la influencia de los intereses políticos y económicos en la elaboración de los criterios de conservación decimonónicos. La Francia post-revolucionaria y en especial la monarquía absoluta y populista de Luis Napoleón Bonaparte, buscaban la legitimación de su existencia identificando las raíces de la corona con las de la nación frente a los desmanes provocados por la Revolución. Para ello se sirvieron de la recuperación de las grandes realizaciones francesas medievales y de la ciencia positiva. La restauración, al servicio de oscuros intereses personales, se convierte en un proceso de recuperación de una historia idealizada, incluso de aquella que nunca había existido.
La obra de Violet le Duc debe entenderse desde esta perspectiva. Sus restauraciones de Nôtre Dame, la catedral de Amiens o la reconstrucción de Sant Denis, son una buena muestra de su ideología. Gran conocedor del gótico, lo elevó a la categoría de arquitectura perfecta, llegando al extremo de creer posible rehacer una obra incompleta dado que las partes no desaparecidas permitían adivinar la forma pura por coherencia del total. A Viollet le Duc no le interesaba la historia posterior a la construcción del monumento ni siquiera la inmediata a la concepción en mente del arquitecto y menos sus valores espirituales transformados. Únicamente le interesaba una opción estética que él consideraba objetiva y era la consecución de edificios estilísticamente perfectos.
Sus ideas supusieron una gran conmoción en todo el mundo artístico. Contó con numerosos seguidores en Europa y, siguiendo sus postulados, se realizaron numerosas restauraciones, la mayor parte de ellas no tan rigurosas como del propio arquitecto francés. En España se procedió a la restauración de la catedral de León desmontándola hasta los cimientos y reconstruyéndola, sustituyendo decoraciones e insertando materiales nuevos. Otros continuadores de su obra, derribarán las casas anejas y la muralla medieval para dotar al edificio de un entorno acorde a su majestuosidad pero históricamente falso.
El agotamiento de las ideas enciclopédicas, fruto de las revoluciones de la primera mitad del siglo y de las nuevas condiciones económicas y sociales, desembocaron en la formación de sistemas filosóficos. El positivismo, guía espiritual de los restauradores de la escuela de Violet le Duc, se centraba en la explicación, dejando de lado cualquier elucubración teórica, aunque finalmente primaban los deseos del restaurador. El romanticismo, por el contrario, contemplaba los fenómenos de la naturaleza y los hechos humanos en el seno de grandes construcciones teóricas dando un puesto destacado a la intuición. La filosofía pesimista, que arranca del idealismo subjetivista alemán puede ser rastreada en las ideas románticas de Ruskin, segundo hito en la historiografía de la restauración y creador de la teoría romántica. Teorizador de la escuela prerafaelista, era un gran entusiasta de lo medieval y, al igual que Violet le Duc, veía en el gótico la arquitectura perfecta. A diferencia del arquitecto francés, era partidario de la autenticidad histórica y luchó contra los excesos de las reconstrucciones prístinas que buscaban una supuesta autenticidad formal. Para su escuela, los monumentos medievales, representativos de la antigua armonía y testigos de su propia vejez, deberían conservarse auténticos en sus fábricas y sus superficies, sin que ninguna clase de intervención los modificara. Firme creyente de que todo está abocado a la destrucción Ruskin exaltará la belleza de la pérdida y del recuerdo prefiriendo la ruina a una restauración al estilo francés.
Estas ideas han marcado la explicación del discurso ruskiniano y, por lo general, se ha procedido a atacarlo identificándolo con el romanticismo y con la idea de que la destrucción en si misma es bella. Esto no es del todo cierto, pues su posición tiene puntos de contacto con los criterios de conservación más actuales en el siguiente párrafo:
"Cuidad de vuestros monumentos y no tendréis necesidad de restaurarlos [...]. Vigilad con ojo atento un viejo edificio, conservadlo lo mejor posible con todos vuestros medios, salvadlo de cualquiera sea la causa de disgregación. Tened en cuenta sus piedras del mismo modo que harías con las joyas de una corona, [...] ligadlo con hierro cuando se disgrega, sostenedlo con vigas si se hunde. No hay que preocuparse de la brutalidad del socorro que se le lleve: es mejor que perder una pierna. Hacedlo con ternura y respeto y más de una generación nacerá y desaparecerá a la sombra de sus muros. Pero su última hora, al fin, sonará; y que suene abierta y francamente, sin que ninguna sustitución deshonorable y falsa lo prive de los deberes fúnebres del recuerdo".
La postura de Ruskin es sumamente consecuente con el respeto a la historia del objeto, trascendiendo sus valores meramente estéticos. Él concibe el objeto artístico, en este caso la arquitectura, como un ente dotado de vida al que el hombre no debe profanar intentando su actualización y ve en su muerte algo natural y hermoso. Las referencias a la destrucción deben contemplarse como una crítica a la restauración en estilo propugnada por la escuela francesa. Ésta supone un engaño, una destrucción del original y su sustitución por algo nuevo equivale a reducir a la nada el trabajo antiguo y crear una copia o una imitación fría.
Sin embargo existe una contradicción básica en el pensamiento ruskiniano. Si es preferible perder una pierna a dejar que se destruya un monumento, ¿acaso la brutalidad de una restauración conservativa no es mejor que su destrucción?. Camilo Boito supo articular, de forma coherente, estas dos paradojas y legitimó la restauración al establecer la necesidad de evitar la destrucción evitando el falso histórico. Creador de la corriente científica en restauración, Boito aceptó la visión radical de Ruskin, coincidió en clasificar de falsarias a las reconstrucciones y creó el primer código deontológico en restauración que, por el momento, permanece inalterado. Su nuevo ideal se basaba en una posición analítica de la actitud formal y desarrolló ocho puntos que debían cumplir las reconstrucciones en arquitectura, entre los que cabe destacar la necesidad de diferenciar el estilo de lo antiguo y lo recontruído, la documentación de las transformaciones realizadas o la no introducción de elementos decorativos. Estos ocho puntos son considerados como los criterios básicos de los restauradores contemporáneos y el interés que suscitaron explica que hayan sido aplicados sin apenas variaciones a todos los campos de la conservación de bienes culturales, aunque lógicamente se han ido enriqueciendo con el transcurso de los años.
Sin embargo, a partir de Boito, las aportaciones teóricas en conservación han sido meramente testimoniales. A pesar de las transformaciones sufridas por la humanidad durante el siglo XX, las bases de la sociedad apenas han variado: La burguesía y el estado siguen dirigiendo el mercado cultural y se ha acentuado en los últimos años el valor económico otorgado a los objetos artísticos. Para un mundo que ha codificado la cultura en términos de riqueza material, la restauración de objetos artísticos es el medio de revalorizar sus propiedades y, para ello, los criterios de restauración actuales suponen una solución perfecta.
El debate teórico empieza a languidecer a partir de los primeros años del siglo XX y en la actualidad parece reducido a la nada, siendo sustituido por investigaciones técnicas: metodología de la reintegración, estabilidad de los materiales originales, idoneidad de los tratamientos y reversibilidad, siendo incluso notorios los intentos por derivar el debate teórico al meramente material. En las publicaciones periódicas dedicadas a la conservación los aspectos filosóficos de la conservación han pasado a un plano muy discreto salvo los intentos de fijar códigos deontológicos acordes en su mayor parte con lo expuesto por Boito. Sin embargo la discusión de los problemas éticos debe recuperarse y plantear un cambio de posiciones frente a las dificultades teóricas y prácticas surgidas en los últimos años.
La salvaje brutalidad del hombre, desatada sin ningún freno a comienzos de este siglo, provocó y está provocando las mayores pérdidas culturales que ninguna otra época de la historia ha conocido. Sucesos violentos como las dos guerras mundiales y los innumerables conflictos regionales paradójicamente han contribuido, en un proceso paralelo al interés por la ecología, en una mayor concienciación en la necesidad de preservar nuestro legado cultural. A partir de 1945, un mundo nuevo, dolorosamente dividido en dos bloques irreconciliables, medita ante la posibilidad de la aniquilación total.
En la euforia pacifista posterior a la II Guerra Mundial, las naciones intentarán estrechar lazos que permitan "humanizar" al hombre y crear una gran hermandad. Así surgen numerosos organismos internacionales encargados de asegurar la solución por vía pacífica de conflictos, como fue el caso de la ONU, la Liga de Estados no-Alineados y tantos otros. Paralelamente, se procede a una ampliación del valor de la cultura, que si antes había servido para afirmar el carácter nacional de los diferentes pueblos, ahora tenderá a ser contemplado desde una óptica universal: Ya no existen grandes realizaciones nacionales sino grandes aportaciones a la humanidad. Se crean en el seno de los grandes organismos otros de menor importancia o secciones dedicadas a la defensa y protección de los bienes de interés cultural, entre los que hay que destacar por su importancia, la UNESCO, vinculada a la ONU y de la que dependen el ICOM y el ICROM. Su labor está encaminada a la redacción de normas y preceptos a aplicar por cada país en la protección y conservación de los bienes culturales y a la reglamentación de unas normas internacionales que pongan freno a la destrucción, robo o saqueo en de todas las naciones del mundo. Los documentos más importantes son la carta de Atenas de 1931, la de Venecia de 1964 y sobre todo las de las cartas italianas del restauro de 1931, 1972 y 1987 que funcionan a nivel profesional como auténticos dogmas de fe. Además se firman otra serie de tratados para evitar el expolio, la circulación ilícita de bienes culturales, las relativas a la protección del patrimonio mundial y las distintas reuniones de trabajo de organismos relacionados con determinadas parcelas de la cultura. Los aspectos teóricos de la restauración de documentos han sido tratados en las diferentes reuniones del Comité de Restauración y Conservación del Consejo Internacional de Archivos u otros organismos similares.
A pesar de la euforia por los logros obtenidos durante esta segunda mitad de siglo, entre los que sin duda hay que destacar una mayor fluidez en las relaciones culturales entre los diferentes estados, la situación no ha dejado de ser, en parte, caótica. El balance del trabajo realizado, aunque muy alentador, no deja de abrir interrogantes y por ello los espectaculares resultados no deben cegarnos. Las soluciones plantean nuevas cuestiones y la eliminación de pequeños problemas, hace tan sólo cien años considerados como insalvables, nos revela una dimensión nueva muy difícil de aprehender. Esto es especialmente significativo en el caso de los bienes de carácter documental, es decir, en los objetos de biblioteca y archivo.
Han sido desarrolladas poderosas herramientas para la reducción de las tasas de alteración, como es el caso de la desacidificación en masa, la reintegración mecánica o el control medio ambiental, pero nos vemos impotentes ante el ritmo acelerado con el que el deterioro químico y físico se ceban con nuestros documentos escritos. Los escasos presupuestos que se destinan a las bibliotecas y archivos no contribuyen a mejorar esta dramática situación que va adquiriendo, aunque de forma silenciosa, proporciones de verdadera catástrofe. No olvidemos que la mayor parte de los problemas de archivos y bibliotecas permanecen en la sombra y no afectan a la propaganda que los diferentes gobiernos realizan sobre su política cultural, dirigida a la exaltación de intervenciones de gran trascendencia en el mundo de los monumentos o de las obras pictóricas.
Por otra parte, las bibliotecas y archivos se enfrentan a problemas muy diferentes a los de cualquier otra institución de tipo cultural. El volumen de los fondos, la fragilidad de los soportes y de sus elementos sustentados, el desgaste físico que supone la consulta y reproducción o el tradicional desdén con que han sido tratados, convierten al deterioro documental en una tortuga difícil de alcanzar. La percepción de estas dificultades ha provocado una crisis latente en el paradigma de la conservación ortodoxa. El movimiento de conservación preventiva, surgido en los Estados Unidos a principios de los ochenta y que ha prendido con fuerza en el área latinoamericana, ha demostrado la inadecuación de las políticas de conservación actuales. Sus ataques a la conservación ortodoxa se basan en la dificultad de equilibrar necesidades y costos de aplicación, muy superiores a los realmente disponibles; al verdadero valor de la información y no de los objetos que la contienen; al carácter selectivo de la restauración, que centra su interés en piezas aisladas, relegando al conjunto a un segundo plano y, finalmente, a la desconfianza en los tratamientos, pues productos y prácticas ampliamente aceptados hace tan solo diez años, ahora son considerados altamente perniciosos. Es por tanto necesario replantear nuestra disciplina en sus objetivos y criterios de acción. Debemos preguntarnos si la restauración es una disciplina capaz de resolver los problemas a los que se enfrentan los documentos a fines del siglo XX y, si como parece no lo es, ver en que aspectos falla y crear nuevas teorías en las que trabajar.
Antes mostré los marcos conceptuales en los que, a mi modo de ver, se ha desarrollado la conservación. Ahora trataré de demostrar la necesidad de un cambio en los criterios de conservación en el mundo de archivos y bibliotecas. Como la política principal ha sido la restauración, mis ataques irán contra ésta y el método experimental adoptado en la investigación.
Vivimos en un mundo sometido al poder de la ciencia. Todo lo que merece ser comprado o admitido debe pasar por el filtro de la ciencia. Nos duchamos con jabones científicos, bebemos leche científica, estudiamos ciencia publicitaria o ciencia del deporte. Incluso algunas religiones aluden a los científicos para validar sus creencias más firmes. La conservación no escapa a este poder de seducción y a veces se escuchan frases desafortunadas como restauración científica o análisis científico en restauración. Sin embargo, debemos reconocer que por el momento, la conservación no puede ser elevada a esta categoría. El carácter científico de una disciplina no resulta validado por la sofisticación de los medios que emplea, ni por el reconocimiento social del que pudiera gozar. En conservación es especialmente significativo, pues su presunta cientifidad se basa en la aplicación de métodos analíticos con el fin de tener un conocimiento más detallado de las obras a tratar, pero no aportan nada a la hora de tomar decisiones. Emplear esta pobre retórica nos llevaría a sostener que un técnico de laboratorio actual sería más científico que Ramón y Cajal porque el primero realiza análisis de cromatografía de gases mientras que el segundo observaba sus muestras a través de un sencillo microscopio.
Alguien familiarizado con los estudios más modernos de conservación podría sentirse molesto por esta afirmación. ¿Acaso no son científicos los estudios realizados por Barrow sobre el deterioro del papel a causa de la caída del índice pH?. Efectivamente, han sido realizados siguiendo un método que dió resultados positivos en la física-química, considerada por los positivistas como como la buena ciencia, pero no desde una metodología concebida específicamente para la problemática de la conservación y menos aún del mundo de los archivos y bibliotecas. donde se deben prestar más atención a procesos singulares que a los universales
El origen de este caos se encuentra en la base de la conservación científica y su posterior desarrollo. La falta de metodologías y criterios propios ha sido suplida en conservación por grandes dosis de tecnicismo, profanando el termino científico y glorificando hasta el absurdo la aplicación de tecnología analítica compleja.
Inspirados en la "sagrada objetividad", los conservadores partimos de un concepto heraclitiano o equívoco de la realidad, es decir, consideramos los objetos como diferentes entre sí, heterogéneos, los contemplamos como algo oscuro y los dividimos en partes hasta que alguna de ellas se muestra clara y evidente. Es entonces cuando creemos decidir lo que vamos ha hacer. Sin embargo, en la resolución de los problemas, somos incapaces de desprendernos de nuestras elaboraciones mentales preconcebidas y aplicamos, salvo pequeñas variaciones, un criterio unívoco. Los tratamientos y las políticas diseñadas en la mayor parte de los casos son idénticas y han sido determinadas por la comunidad científica. Un documento de papel del siglo XIV recibirá el mismo tratamiento que uno elaborado en los últimos años de este siglo: el lavado se realizará con el mismo tipo de agua, se desacidificará con los mismos productos y se consolidará con el mismo tipo de adhesivos. En la conservación ambiental sucede algo parecido, pues se establecerán las mismas normas para un archivo histórico situado en un medio rural que para un archivo intermedio situado en un núcleo urbano.
En la falta de un modelo experimental adecuado es donde la conservación de documentos muestra su mayor debilidad y mientras no cree uno propio distará de ser realmente efectiva. Esta carencia explica que no exista unanimidad en ninguno de los aspectos importantes de la conservación documental. Tomemos como ejemplo el caso de la normalización de las tasas de Humedad Relativa para la correcta conservación de los documentos: Dependiendo de los autores, los valores recomendados son de 40%, 50%, 55%, 60%, 65% con variaciones que no superen 2, 4 ó 5%. Es decir, entre los valores extremos de las cifras recomendadas existe una variación del ¡25%!.
"La técnica es nuestra salvación y si utilizamos ténicas sofisticadas hallaremos la solución a nuestros problemas", parecen pensar muchos restauradores. Sin embargo, los resultados de laboratorio dependen de las ideas previas como señalé arriba y muchos de los resultados obtenidos en los laboratorios no concuerdan, entrando en contradicción con teorías anteriores. Entonces inventamos hipótesis de rescate para lo que llamamos "simples anomalías". Si la anomalía es tozuda y seguimos sin poder explicarla, la ignoramos y centramos nuestro interés en otros problemas. Este caso lo hemos encontrado en numerosos estudios sobre conservación, pero es especialmente claro en el artículo de Daniel, Flieder y Leclerc sobre los efectos de la contaminación ambiental en el deterioro del papel desacidificado. Partiendo inconscientemente de la idea de que a priori la desacidificación es buena, los autores se muestran incapaces de explicar coherentemente porqué un tipo especial de papel desacidificado se deteriora más rápidamente.
"Los resultados obtenidos con el papel de edición son muy sorprendentes y diferentes de los que esperábamos. Contradicen las conclusiones de un estudio realizado en el laboratorio hace algunos años [...]. Santucci ya había observado una anomalía parecida en los papeles preacidificados. [...] Pensemos que éste fenómeno puede ser debido a las influencias combinadas de agentes de apresto y las disoluciones desacidificadoras. Lo dejaremos para otro estudio".
El método físico químico ha permitido desvelar los principales problemas de conservación, pero sus limitaciones son evidentes al tratar de dividir la realidad en elementos simples e independientes, muy manejables para abordar los problemas desde un campo mucho más reducido, proliferando una idea mecanicista de los problemas de conservación. Supuestamente, no existen inconvenientes a la hora de trasladar a la realidad práctica los resultados experimentales obtenidos en los laboratorios, que tienen el valor de universales. Desde este punto de vista resulta evidente que para proporcionar resultados científicos sólo debemos aislar las variables y realizar muchas observaciones para de ahí dar un salto mortal y enunciar generalizaciones sobre objetos y situaciones reales. Sin embargo resulta muy difícil extrapolar resultados de laboratorio a los de la vida práctica, sobre todo teniendo en cuenta que los análisis se centran en sistemas cerrados en los que se dominan una o dos variables, mientras que el papel y por extrapolación el cuero y el pergamino son materiales complejos en los que su calidad y permanencia dependen no sólo del pH o de la temperatura de almacenamiento, sino de una serie todavía no delimitada de factores.
Por otra parte, el enfoque de los químicos ha ido siempre dirigido al conocimiento de los fenómenos particulares en sistemas cerrados. Al hablar de hidrólisis ácida, se alude de forma general a las alteraciones químicas de los documentos, se conoce con exactitud el proceso, qué causas lo producen y sus efectos. Este conocimiento se adquiere a través de la práctica de laboratorio en situaciones que difícilmente se producen en la realidad, derivados del empleo del envejecimiento artificial, tan atacado desde los años 80. Frente a esa enorme masa de datos, no sabemos nada sobre la dinámica de los procesos de alteración dentro de los depósitos y en situaciones reales.
Por ello creo necesario partir de una teoría que contemple la complejidad real y la unicidad de los objetos culturales como objeto de estudio en sí. La teoría general de sistemas desarrollada por Bertalanffy y otros autores observa la extraordinaria complejidad de la realidad, conformada como un entramado de relaciones de aspectos concretos que interactúan dando una falsa sensación de simplicidad. Las hipótesis aisladas no existen ya que los procesos no pueden ser explicados por la suma de sus propiedades y la naturaleza de sus componentes aislados. En el caso de los bienes culturales ya ha proporcionado nuevas aproximaciones a las estructuras de alteración y a la articulación de las variables conocidas en el deterioro del cuero o los trabajos de N. Valetín Rodrigo sobre control de plagas por medio de atmósferas inertes, en los que no se plantean particularidades de dos o tres variables sino problemas en sistemas multivariantes en los que los aspectos parciales son difíciles de controlar e incluso de determinar., y actualmente se convierte en una de las teorías investigadoras más prometedoras.
En el campo de los materiales documentales aún queda un gran trabajo por realizar. Todavía no se han definido los grandes problemas de conservación de los archivos y bibliotecas y los intentos de sistematización de las causas de alteración no están del todo claros. No existe una cuantificación del deterioro y los fenómenos presentes se describen cualitativamente, nunca de forma cuantitativa a excepción del pH, que no deja de ser un indicador altamente inexacto y poco clarificador. Los restauradores hacemos descripciones sumamente confusas del deterioro "existe un fuerte ataque de hongos", "numerosas lagunas dificultan la lectura del texto" o "soporte muy debilitado", son algunas de las apreciaciones más habituales en los informes de conservación. Imaginemos a un químico, hablando de cinética de gases que empleara descripciones de su experimento con afirmaciones de este tipo: "hacía calor en el laboratorio", "el ambiente estaba muy húmedo porque había grandes filtraciones en las paredes del laboratorio" o "los gases tenían una elevada presión dentro de sus recipientes". En este sentido podemos destacar los trabajos de Michalski por sistematizar los riesgos potenciales de las obras, pero cuando descendemos a un nivel descriptivo del deterioro en piezas determinadas nos encontramos con serias dificultades.
Creo necesaria una redefinición de los problemas de conservación que permita su cuantificación. A mi modo de entender existen dos niveles de alteracion, niveles que he denominado micro y macroproblemas. Los microproblemas son los tradicionales factores de alteración, para los que parece existir una política definida: la restauración. Los macroproblemas, por el contrario, son tan agobiantes en el mundo de archivos y bibliotecas, que permanecen ocultos por su enorme tamaño.
El primero de ellos es su enorme extensión y variabilidad, pues en cualquier archivo encontramos enormes cantidades de documentos con diferentes tipos de soportes, técnicas y formatos que varían incluso dentro del mismo objeto. En segundo lugar está su crecimiento, mucho mayor en términos cuantitativos que cualquier museo, por importante que éste sea. Un tercer macroproblema es la necesidad de consulta. Los documentos son examinados y manejados en numerosas ocasiones siendo en este momento cuando la documentación se enfrenta a la mayor parte de los factores degradantes. Para finalizar estos macroproblemas no queremos dejar de lado una dificultad a añadida muy especifica de los fondos documentales de los archivos. Resulta enormemente difícil establecer la importancia de una pieza determinada y si su restauración rentabiliza el gasto invertido, pues su valor no está en su condición de pieza aislada, sino como integrante de un conjunto más extenso. Por tanto, los restauradores y archiveros nos vemos en la difícil situación de seleccionar y actuar sobre determinadas piezas dejando de lado otras que, o bien tiene un valor más modesto, o no han sido justamente valoradas, a pesar de pertenecer a un conjunto indivisible. Ello conlleva un crecimiento en progresión exponencial de los microproblemas y condiciona la política de conservación a seguir. Siempre que aparece algún fenómeno degradatorio dentro de nuestro centro ya sea calor o humedad excesiva, ataques biológicos, etc. sus efectos se harán patentes en grandes extensiones.
Si queremos hacer de la conservación una disciplina capaz de solucionar los problemas, es decir, una disciplina verdaderamente científica, deberemos, en primer lugar, definirlos en un marco conceptual propio, en segundo lugar, establecer unos criterios de cuantificación que permitan manejar los datos en bruto y convertirlos en datos operativos y, en tercer lugar, adoptar un lenguaje que permita interpretarlos para, finalmente, aportar soluciones que, indudablemente, habrá que revisar con el tiempo. Antes de poner en práctica una política de conservación, deberemos partir de lo general para llegar a lo particular, puesto que si al hacerlo a la inversa, corremos el riesgo de que los arboles no nos dejen ver el bosque. En este sentido habría que destacar que por el momento la preservación, entendida como gestión de recursos y la teoría general de sistemas son los únicos instrumentos que han proporcionado un avance significativo en la lucha contra los macroproblemas.
La restauración no debe ser contemplada más que como una parte muy reducida de la solución. El ritmo de trabajo es lento y el deterioro imparable, o en otras palabras, el costo muy alto y los recursos muy escasos y se impone una reconsideración del valor de los objetos y de la información que nos transmiten. Muchos documentos tienen un valor incalculable por su rareza, calidad o importancia histórica y en su conservación no importa la inversión, pues se trata de tesoros que nos legaron las generaciones pasadas. Pero otros muchos, la inmensa mayoría, pueden perderse por el camino.
La conservación que se avecina tendrá poco que ver con la actual. Se reducirá sensiblemente la intervención de los restauradores y encuadernadores. Tendrá menor importancia el tratamiento de obras individuales que las intervenciones sobre el conjunto. Los conservadores sabrán tanto de química ambiental, biología aplicada, estadística o informática como de técnicas de restauración. Las nuevas técnicas de reproducción y duplicación abrirán nuevos horizontes en nuestro trabajo y gracias a las redes informáticas, la conservación en archivos y bibliotecas reducirán las consultas. El correo electrónico permitirá eliminar la necesidad de consultar los documentos originales y, si ello tiene el inconveniente de no sentir el placer de tocar la historia en forma de papel o pergamino, se conseguirá evitar desplazamientos inútiles y el desgaste que implica la consulta, sin duda el mayor factor de alteración después de la desintegración química del papel. Podremos estudiar los manuscritos de Leonardo, el Beato de Doña Sancha o el Códice Aureo sin movernos de casa. La cultura escrita, base de nuestra sociedad, será accesible a un mayor número de personas en todo el mundo si tener que demostrar más que su interés por la cultura.
Este artículo se debe al interés de Rafael
Martín Cantos en contar conmigo como profesor de
Filosofía e Historia de la Conservación en las
Jornadas de La Laguna. Gerardo González me introdujo en la
necesidad de plantearse los problemas "filosóficos" de la
conservación y sus críticas al manuscrito fueron
enormemente enriquecedoras. Salím Osta hizo todo lo posible
para convencerme de que debía publicarlo. A ellos debo mi
más sincero agradecimiento.